Charlamos de despedidas y de vocación. De la relación que existe entre ellas y de lo agrio que resulta partir, cuando averiguamos que nuestra labor no es lo que verdaderamente nos hace sentir realizados.
A veces nos aferramos a tareas, cosas o personas en un intento vano por encontrar la felicidad. Resultamos no ser lo suficientemente buenos en aquello para lo que nos habíamos preparado desde niños, intuimos que nuestro trabajo no permite que nos desarrollemos plenamente, que hay bienes materiales que no ha llegado el momento de adquirir o compañeros de viaje cuya presencia intempestiva nos arrasa y conduce al desasosiego.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto abandonar aquello para lo que sabemos no estamos hechos?. ¿En qué estriba ese empeño que en ocasiones ponemos en aquello que no podemos alcanzar?
La vida nos demanda respuestas que no somos capaces de dar, nos seduce con sueños que nunca se llegarán a cumplir y nos alucina con finales que nunca acontecerán.
Es entonces cuando debemos partir, cuando nuestro instinto nos indica que esa tarea no es la que debemos desempeñar, por ingente que haya sido nuestra inversión, por mucho empeño que hayamos puesto en su creación y por más sentimiento que hayamos derrochado en el proceso.
“Por alguna extraña razón cuando vendí mi chelo me sentí aliviado. Me sentí liberado de lazos que me habían atado durante tiempo. Lo que había considerado mi sueño tal vez no fuera mi verdadero sueño. ”
Y en esta despedida, retomamos el camino de vuelta a nuestros orígenes, el camino a casa, para encontrar lo que nos permita desarrollar todas nuestras aptitudes.
Y llegado el momento, vislumbraremos aquello para lo que estamos aquí, podremos sentir el vahído de la confusión ( la forma en la que se presenta nuestro destino puede estar impregnada de dolor, del rechazo de una sociedad aterida a normas que nos excluyan). Pero al rasgar en el fondo, en las entrañas de nuestra vocación, es en ese instante, será cuando nos sintamos sublimes, hemos conseguido liberarnos del peso de la lucha exterior, y logramos tocar nuestro yo, estar en contacto con nuestra esencia.
A veces nos aferramos a tareas, cosas o personas en un intento vano por encontrar la felicidad. Resultamos no ser lo suficientemente buenos en aquello para lo que nos habíamos preparado desde niños, intuimos que nuestro trabajo no permite que nos desarrollemos plenamente, que hay bienes materiales que no ha llegado el momento de adquirir o compañeros de viaje cuya presencia intempestiva nos arrasa y conduce al desasosiego.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto abandonar aquello para lo que sabemos no estamos hechos?. ¿En qué estriba ese empeño que en ocasiones ponemos en aquello que no podemos alcanzar?
La vida nos demanda respuestas que no somos capaces de dar, nos seduce con sueños que nunca se llegarán a cumplir y nos alucina con finales que nunca acontecerán.
Es entonces cuando debemos partir, cuando nuestro instinto nos indica que esa tarea no es la que debemos desempeñar, por ingente que haya sido nuestra inversión, por mucho empeño que hayamos puesto en su creación y por más sentimiento que hayamos derrochado en el proceso.
“Por alguna extraña razón cuando vendí mi chelo me sentí aliviado. Me sentí liberado de lazos que me habían atado durante tiempo. Lo que había considerado mi sueño tal vez no fuera mi verdadero sueño. ”
Y en esta despedida, retomamos el camino de vuelta a nuestros orígenes, el camino a casa, para encontrar lo que nos permita desarrollar todas nuestras aptitudes.
Y llegado el momento, vislumbraremos aquello para lo que estamos aquí, podremos sentir el vahído de la confusión ( la forma en la que se presenta nuestro destino puede estar impregnada de dolor, del rechazo de una sociedad aterida a normas que nos excluyan). Pero al rasgar en el fondo, en las entrañas de nuestra vocación, es en ese instante, será cuando nos sintamos sublimes, hemos conseguido liberarnos del peso de la lucha exterior, y logramos tocar nuestro yo, estar en contacto con nuestra esencia.